Quizás no nos paremos a pensar demasiado en ello, pero existimos en fotografías que nunca veremos.
No las hicimos nosotros, ni alguien conocido. Ni siquiera sabemos que existen. Pero ahí estamos. De espaldas, tal vez. O cruzando una calle al fondo, saliendo borrosos por el lado izquierdo de la imagen. A veces somos una silueta apenas perceptible bajo la lluvia, o una figura difusa entre la multitud de un concierto, o un rostro distraído sentado en una plaza mientras alguien retrata el atardecer. Somos la figura que entorpece un posado en pareja perfecto, o la nota discordante que dota de autenticidad un momento único para otros. De una manera u otra, formamos parte de esas imágenes. De esos instantes. De unos recuerdos que no son nuestros, y que sin embargo nos contienen.
Hay algo fascinante, también poético, en esta idea. La de que en algún cajón, en un viejo álbum de viaje, o en la memoria de un teléfono que ya nadie usa, hay una fotografía en la que salimos sin saberlo. Que fuimos, sin quererlo, un fragmento del recuerdo de alguien más.
Me gusta imaginar quién habrá sido esa persona. Qué buscaba capturar cuando apretó el botón. Si nos vio o si simplemente pasábamos por allí. Si nuestra presencia añadió algo a la imagen o si, por el contrario, fuimos ese elemento que luego lamentaron no poder borrar. Me pregunto si, al volver a esa foto tiempo después, se habrán fijado en nosotros. Si nos habrán inventado una historia. «Mira a ese chico moreno, parece que tenía un mal día». «Esa niña corriendo en la playa, ¡qué simpática!». «Qué cara de placidez tiene esa mujer sentada en el banco». A veces, incluso, nos habrán confundido con otra persona. O quizá, simplemente, pasamos desapercibidos. Como tantas veces.
Y sin embargo, ahí estamos.
Hay algo profundamente humano en sabernos parte de una imagen que no controlamos, de una narrativa que no nos pertenece. Como si la vida, sin avisarnos, nos diera un papel en la historia de otros. Como si la existencia tuviera la delicadeza de entrelazarnos, de forma discreta, en los recuerdos ajenos. Sin consentimiento, pero sin malicia. Solo porque coincidimos. Porque estábamos ahí. Porque no dejamos nunca de existir, hasta que la muerte llega. Por más que, algunas veces, tengamos la sensación de que ha empezado a ser así. De que nadie nos ve, de que nadie nos tiene en cuenta.
También hay algo hermoso en pensar que existimos más allá de lo que recordamos. Que hay versiones de nosotros dispersas por el mundo, capturadas en segundos fugaces. Que hemos sido fondo, contexto, compañía. Que, de alguna manera, hemos habitado en la vida de otros, aunque nunca lleguemos a saberlo.
Y tal vez eso diga mucho sobre cómo vivimos. Sobre cómo nos movemos por los días sin saber del todo qué dejamos en los demás. A veces creemos que solo cuentan los grandes gestos, los vínculos estrechos, los momentos compartidos con nombre propio. Pero quizás también importa ese cruce de caminos, esa coincidencia sin conversación, ese instante en el que nos convertimos en parte del paisaje de alguien.
Quién sabe cuántas veces fuimos la silueta bajo la lluvia que ayudó a capturar la tristeza de una tarde. O la pareja de fondo que le dio sentido a una foto sobre el amor. O el niño en la esquina de la imagen que, sin saberlo, volvió más cálido un recuerdo ajeno.
Y tal vez nosotros tengamos también imágenes así. Fotografías donde alguien asoma, borroso o nítido, y a quien no conocemos. Pero ahí están. Son parte de lo que quisimos guardar. Parte de nuestra historia, sin reparar en ello.
Al final, eso es la vida: un montón de instantes compartidos sin ser conscientes. Un tejido de presencias a punto de rozarse. Una suma de apariciones breves que, juntas, nos recuerdan que no estamos tan solos como a veces pensamos. Que incluso en las fotos que no veremos, en los recuerdos que no nos pertenecen, también existimos. Tal vez en una imagen enmarcada, colgada de una pared; en el fondo de pantalla de algún desconocido; en la carpeta más visitada de un teléfono móvil, fruto de la nostalgia y el afán de volver.
Y todo eso, de algún modo, es una forma de permanencia.
Pues cuando visito exposiciones de fotografías de los años 50, tomadas en la calle, siempre busco en ellas la figura de mis padres, por si hubiese sido captada al azar; para poder ver con mis propios ojos la complicidad que en algún momento existió entre ellos.
Gracias, Paulo. Me ha gustado mucho. Yo tengo, como todos, historias con personas con las que nunca intercambié una palabra. Ilusiones, ensoñaciones con personas que significaron algo para mí. Y que ellos desconocerán completamente.
Quiero pensar que yo estaré también en alguna otra ilusión, aparte de haber aparecido en alguna de las fotos que comentas.
Es cierto que nuestra existencia va mucho más allá de lo que sentimos y pensamos. Es un pensamiento bonito.
Feliz semana.