Hace unos días me encontré una trampa en el buzón. Lo reviso normalmente por si llega alguna factura o notificación a nombre del casero, y también para que no se acumulen en él distintos folletos publicitarios. Es tremenda la cantidad de papel que gastan algunas inmobiliarias, aun cuando les repitas a sus agentes comerciales, por activa y por pasiva, que no estás interesado en comprar o vender nada, porque ni tienes el dinero ni tienes las propiedades (ni, puestos a sincerarnos, las ganas de dejar en sus manos ningún inmueble). Ellos, después de fingir que te escuchan, y de tratar sin éxito de llevarse aquello a por lo que realmente venían («¿sabes si hay algún piso vacío en el edificio?», «¿conoces a alguien interesado en vender su casa?»), dejan su libreta en el buzón como un acto automático e inevitable.
Pero no fue eso lo que me sorprendió al abrir el buzón el otro día, sino una carta manuscrita. He ahí la trampa, un efecto óptico que desbaraté tan pronto tuve el papel en las manos. Era la fotocopia de una nota escrita a mano, solo que en un primer vistazo daba el pego. Bastó leer una línea para saber que se trataba de una estrategia, a la desesperada, de una persona que buscaba pisos que comprar. La misma fotocopia acechaba en los compartimentos de todos los vecinos del bloque. Qué facilidad para convertir un derecho universal, el de la vivienda, en un juego de mesa.
La cuestión es que, después de hacer una bola con el papel embustero y tirarlo a la basura, me quedé con una sensación de desilusión. No esperaba ninguna carta, ningún mensaje, y precisamente por eso me fastidió haberme hecho ilusiones al echar un vistazo a través de la ranura del buzón. Me habían aguado una sorpresa. Y me di cuenta de que, si le daba tanta importancia, es porque la sorpresa parece haberse convertido en un bien escaso.
Pienso en un encuentro fortuito con una persona a la que tienes cariño y hace tiempo que no ves, en un truco de magia perfectamente ejecutado ante tus ojos, en una carta que no esperas… Todas estas posibilidades comparten la esencia de la sorpresa. Es una sensación fantástica. Su punto álgido dura tan solo unos segundos, pero puede dejarte una marca de satisfacción que se prolongue todo un día, quizá más. Y, sin embargo, ¿cuántas sorpresas auténticas experimentamos a lo largo de una semana, de un mes, de un año entero? Esa falsa carta escrita a mano me hizo tomar conciencia de lo poco que me sorprendo de manera genuina últimamente. Sí hay pequeñas sorpresas en el día a día, pero son más bien pequeños amagos, como cuando un amigo te llama para decirte que va a ser padre o una amiga te anuncia que se casa. Cuando estás en los treinta, te puede sorprender el primero de los casos, luego no hacen más que replicarse. Te alegras por ellos, pero no hay sorpresa posible, solo aquella que quieras fingir.
En los tiempos que corren, el acceso a la sorpresa parece tener una barrera, la de la pantalla. Que levante la mano quien no se haya detenido nunca a ver un vídeo que le salte en alguna red social y donde se muestre cómo sorprenden a otros: una pedida de mano original, un cachorro que le regalan a unos niños pequeños, un viaje inesperado a un lugar exótico, un encuentro entre un fan y su ídolo… Es una sorpresa que reciben terceros, y que vemos además en diferido. Y, aun así, tiene la capacidad suficiente para retener nuestra atención, para incluso emocionarnos. Tal es el poder de la sorpresa. Pero ¿cuántas veces hacemos el esfuerzo nosotros de sorprender a alguien querido? ¿Cuántas veces alguien decide sorprendernos a nosotros?
Quizás sea el momento de empezar por algo sencillo para recuperar la sorpresa en nuestras vidas y, sobre todo, el efecto placentero que provoca tanto en quien la recibe como en quien la provoca. Una carta. Simplemente, una carta escrita a mano. Nos hemos olvidado de escribirles algo de nuestro puño y letra a quienes apreciamos, de hacer el esfuerzo mínimo de comprar un sobre, acercarnos a la oficina de correos y recitar los datos de esas personas para enviarles algo a lo que hemos dedicado el tiempo y el cariño suficientes. De sonreír al pensar en que unos días después experimentarán asombro y regocijo al comprobar que no solo las inmobiliarias, las empresas de comida a domicilio o los partidos políticos en campaña se acuerdan de ellos. Porque solo nosotros, los que los apreciamos de verdad, nos tomaremos el tiempo de entregarles una palabra con nuestra propia letra.
Pienso en una carta, pero la sorpresa puede brotar de una y mil maneras. No es cuestión de romperse la cabeza para resultar imprevisible. Puede ser una llamada cuando el medio de contacto establecido es siempre el WhatsApp, una foto impresa para rememorar un recuerdo compartido, un libro para el ratón de biblioteca, un disco para el melómano, un pin, un bizcocho casero, un táper de lentejas, un «¿tomamos algo?» cuando la rutina y los compromisos llevan demasiado tiempo aplastando la posibilidad de formular esa pregunta.
Quizás sea hora de reivindicar las sorpresas gratas. Porque las hay desagradables, también. Pero se vive mejor en un mundo donde las primeras desplacen a las segundas. Por eso, así como termino de escribir estas letras, me dispongo a bajar al bazar de mi barrio para comprar un par de sobres, mientras pienso qué escribirles a un par de personas que, por una vez (y yendo en mi contra), espero que no lean esta newsletter. No vaya a ser que yo mismo desbarate la posible sorpresa.
P.D.: Ya está disponible el quinto episodio de De buena tinta, mi pódcast sobre el oficio de escribir. Si queréis saber cómo son las cláusulas de un contrato editorial (y quedaros ojipláticos con algunas de ellas), lo podéis escuchar aquí.
Las sorpresas. Que bueno que hables de este tema, porque me has recordado que son mi especialidad, algo que se me da bien, muy bien diría incluso, y eso que no me prodigo en autoelogios, pero si a día de hoy hay algo de lo que, lejos de arrepentirme, se me ilumina la cara, es este momento, cuando rememoro alguna de las gratas sorpresas que he dado a lo largo de mi vida a las personas que he quiero y he querido. Ese es mi tesoro. Os deseo una vida llena de gratas sorpresas.
🤣🤣🤣👏🏻👏🏻👏🏻👏🏻 Pues claro que sí, Paulo. ¡Que vivan las sorpresas! Mi cuñada siempre nos dice que somos la casa de las sorpresas. Y es que te voy a decir una cosa, no hay nada más divertido que prepararlas y ver la cara del destinatario. Llevo diez años viviendo fuera de España, pues nunca aviso de cuando voy a ir 🤣🤣🤣🤣. Una vez aparecí en la farmacia donde trabaja mi hermana de repente. Otra vez, con un cómplice, hice que todos se reunieran en un bar y aparecimos de sorpresa 🤣🤣🤣🤣. Qué emoción. Sin embargo, yo llevo fatal que me sorprendan 🤣🤣🤣 me pongo a llorar como una tonta. Luego, pienso en los detalles que giraban a mi alrededor y no vi 😂🤦🏼♀️.
Me ha encantado el Ya es viernes de hoy. Es cierto que ese gesto no debería perderse. La emoción, la alegría, el detalle y el amor que pones en preparar una sorpresa a alguien demuestra lo mucho que te importa esa persona.
Muchas gracias.
Un abrazo grande 🤗