A nadie sorprenderá a estas alturas que un servicio de transporte público como el metro sea para mí una fuente destacada de inspiración. Es posible que tenga que hacer un ejercicio de contención para no basar todo lo que escribo en situaciones o experiencias de las que he sido testigo en un vagón lleno hasta la bandera o apenas ocupado más allá de las horas punta.
Hace tan solo unos días, trataba de leer una novela para aprovechar las más de diez paradas que me separaban del destino al que me dirigía. No pudo ser. De pie, como yo, a un par de metros iban dos chicos y una chica enfrascados en una viva conversación a la que le sobraban decibelios. Una vez aceptada mi derrota lectora, no tardé en comprender parte de la exaltación, que tenía a otros viajeros con el ceño fruncido. Ellos, sin embargo, no repararon en las posibles molestias que estaban causando. Tenían algo mucho más importante que compartir. Su futuro inminente.
Los tres se dirigían a realizar las pruebas de acceso a la universidad, conocidas en estos tiempos como EvAU, EBAU o PAU (con lo sencillo que era antes, no hace tanto, hablar de la selectividad). Revelada esta información, no hacía falta ahondar más para explicar sus gestos nerviosos, sus diálogos apresurados, sus voces superponiéndose sin descanso. Algunos apuntes machacados se agitaban en la mano de uno de ellos, mientras que los otros dos parecían haber desistido de esos repasos de última hora que, normalmente, incrementan la sensación de inseguridad en vez de apuntalar los conocimientos.
Al principio, resultó complicado seguir el ritmo de sus diálogos. Se interrumpían con frecuencia, con algunas onomatopeyas incoherentes que hacían pensar que por sus venas corría ya más café que sangre. Pero si a pesar de todo esto su representación circense e involuntaria, esa que me privaba de concentrarme en la lectura, no me resultaba reprochable, era porque en sus rostros no podía ver otra cosa que miedo. Un miedo que se escondía sin pausa entre máscaras distintas de agitación, risas incontroladas, chanzas desesperadas. Las mochilas que aquellos tres adolescentes cargaban a sus espaldas no estaban llenas de apuntes, sino de pánico.
Fue inevitable hacer una regresión y situarse donde ellos estaban ahora. Yo había acudido a la facultad donde se realizaban las pruebas sin tener ni idea de la nota que necesitaría obtener para acceder a la carrera que estudiaría. Porque no tenía ni idea de qué quería estudiar. No había muchas bolas en el bombo de las posibilidades, al menos en mi caso: Traducción e Interpretación, Filología Hispánica, Periodismo… Hasta ahí, si no me falla la memoria. Ninguna parecía ofrecerme ningún vínculo vocacional, todas me infundían el respeto propio de lo desconocido. Pero, antes de eso, quedaba todavía por afrontar el juicio final. Las pruebas de acceso. El honor de sacar unas puntuaciones altas, fuesen o no fundamentales para un posterior ingreso universitario, o la desgracia de sentir que, en un par de días, todos los esfuerzos realizados durante los dos años de bachillerato anterior no habían servido para prácticamente nada.
Regresé al vagón del metro en un momento en que la chica había modulado el volumen de su voz. Sus dos amigos seguían igual de exasperados, pero poco a poco ella los arrastró a un intercambio más sosegado. No era para menos: al igual que acababa de hacer yo mentalmente, habían cambiado el foco de atención; las pruebas ya no eran el elemento de tortura, lo eran sus posibles resultados. Sus futuros inminentes.
Tardé poco en enterarme de que la carrera en la que ella necesitaba entrar era Derecho. Uno de los otros dos se debatía entre Matemáticas y Magisterio, mientras que el tercero tan pronto mencionaba Comunicación Audiovisual como pasaba a plantear dudas sobre lo ideal o no de decantarse por Administración de Empresas o Relaciones Internacionales. Un mixtifori de posibilidades, todas ellas barnizadas por la falta de certezas. Derecho era lo que había estudiado el padre de ella, así que una vez terminados los estudios, tendría vía libre para unirse al bufete; entre esa información, ninguna señal en sus palabras o en la manera de pronunciarlas que confirmase que aquello le entusiasmaba. Magisterio era muy asequible, decía el segundo sin precisar su conocimiento de causa, y que en casa hubiese dos funcionarios hacía muy apetecible tirar por esa senda ya despejada. Para el tercero, el mundo empresarial parecía lo más seguro y sensato; después de todo, a «fotografiar conciertos y festis», que era lo que parecía interesarle, era «muy jodido» poder dedicarse de manera profesional.
Me tocó bajarme del vagón antes que los tres estudiantes. Estuve tentado de desearles suerte, de confesarles que yo, como tantos otros, había transitado por ese mismo estado de agitación, y de que me había peleado con dudas semejantes. Sobre todo, me quedé con ganas de asegurarles de que aquello que parecía crucial para sus futuros, no lo era tanto. Porque pocas decisiones hay en la vida que sean irreversibles.
Me entristeció pensar que pasan los años y hay algo que parece mantenerse firme: la solemnidad con que se vende a los jóvenes lo trascendental de elegir una formación al acabar los estudios de bachillerato. Como si fuese una decisión sin vuelta atrás, como si elegir tal grado, ciclo u otro tipo de estudio supusiese una sentencia vital. Está prohibido mencionar que, si lo que has escogido no te convence o no se adapta a lo que tú necesitas, el mundo no se acaba ahí. ¿Cómo puede alguien, con diecisiete o dieciocho años, definir con total acierto el resto de su vida? Bajo ese precepto, no se les pide que elijan unos estudios, se les obliga a enfrentar una realidad falsa.
Como seres humanos que somos, necesitamos equivocarnos, aunque hacerlo nos guste más o menos. Necesitamos probar, aprender, entender. Todo esto lo hacemos a través de la experiencia, que a esas edades es bastante limitada. Y, sin embargo, ahí sigue el carácter dictatorial. El miedo deslizándose entre los apuntes, llenando las mochilas, haciendo de sombra hasta las aulas donde en un par de días parece concentrarse el futuro de unas décadas. Miles y miles de adolescentes que entran en un espacio enorme, habitado solo por un silencio que contrasta con el vocerío de sus inquietudes y temores, creyendo que el resultado de lo que ocurra allí dentro marcará el resto de sus vidas.
Estudiantes que apenas han dormido unas horas en las semanas anteriores por el afán de repasar el temario de todo el curso. Chavales vencidos por los nervios y los miedos que necesitan de medicamentos para conciliar el sueño. Entre ellos, algunos pocos con expresión despejada y serena, a los que sus padres, su entorno o unos profesores sensatos han sabido transmitirles que no es cierto. Que el resto de sus vidas no se juega ante esos folios en blanco. Que muchos de ellos empezarán una carrera que no terminarán, que tendrán acceso a un trabajo que poco o nada tiene que ver con lo que han pretendido estudiar durante años, que un cum laude puede no tener la más mínima validez cuando toque enfrentarse al mercado laboral. Y que nada de eso tiene por qué estar mal. Nada de eso tiene por qué ser inapelable.
El futuro nos pertenece a todos, o debería, aun cuando nunca podamos llegar a dominarlo. Las riendas que sí podemos sujetar son las de nuestras ilusiones, las de nuestros deseos, las de nuestras responsabilidades. Las nuestras, no las de terceros. Y en todo eso que sí podemos poseer entra la posibilidad de equivocarse, la necesidad de dudar y reflexionar. De probar y descartar. De decidirse y acertar. De cambiar. Si la agitación tiene que adueñarse de quienes han terminado una etapa que cierra la adolescencia y los sitúa a las puertas de la adultez, que no sea por los miedos que otros han vertido sobre ellos. Que sea porque intuyen, aunque todavía no lo sepan, que el futuro puede adoptar mil formas. Y que muchos de esos moldes los pueden elaborar con sus propias manos.
Amigo, cómo te admiro
Es difícil, en una etapa «turbulenta» (en todos los sentidos) como esa, pensar en que la vida te va a ofrecer, seguro, muchas más opciones que las que una simple elección puntual te brindará. El sistema educativo, por otro lado, nos impulsa a esa elección como algo simbólico, algo definitivo, cuando la sociedad viene mutando desde hace ya bastantes años en otra dirección. (Esto no es una crítica al sistema en sí, aunque quizá convendría revisar sus paradigmas a la hora de orientar a los estudiantes.)
Lo complicado, en general, es deshacerse de la idea de que una decisión es irreversible. Afortunada o desafortunadamente, nada de lo que hacemos está escrito en piedra y (casi) siempre tenemos la oportunidad de desandar camino para comenzar de nuevo o variar el rumbo.
Pero si es algo que se nos olvida en nuestra edad madura, no podemos esperar de un adolescente que lo tenga presente, ¿verdad?