Estos días tengo de visita a mi madre y a mi hermano. Una y otro han cumplido años esta semana (cada cual los suyos, para evitar disputas), y a mí me ha tocado hacer de anfitrión por esta ciudad en la que uno tiene tantas cosas por descubrir y en la que, si se descuida, termina siempre visitando las mismas.
Como mi madre había llegado un día antes, quisimos aprovechar para ver una exposición que a mi hermano pequeño le haría quizás menos gracia. Empezamos con mal pie, una confianza excesiva en la poca afluencia que habría un martes por la tarde hizo que acudiésemos al museo en vano. Aunque no del todo: sacamos entradas para el jueves, que sí había, y por tanto mi hermano no se libró de la experiencia, que al final disfrutó. Pero no es eso de lo que voy a hablar (de la falta de previsión o del exceso de confianza; el pecado ha sido esta vez liviano).
De vuelta a la tarde frustrada del martes, buscamos una alternativa al plan principal, y nos encontramos con que a esas horas o todo estaba agotado o a punto de echar el cierre. Tampoco habíamos tenido en cuenta el horario de invierno (no me da la gana de dedicarle este texto a la falta de previsión, pero está pujando fuerte). El caso es que, al estar cerca del Palacio de Cibeles, y como ella nunca había estado en él y yo sí pero de refilón, decidimos que si nos dejaban entrar allí, aunque fuese media hora, podríamos ponerle a la tarde el adjetivo de «turística». Y así hicimos.
Para quien no haya estado nunca, el Palacio de Cibeles fue anteriormente la Casa de Correos. Me fascina pensar en cuántas cosas se hacían antes a lo grande, sobre todo a nivel arquitectónico. Los techos altísimos, las estancias espaciosas, los múltiples mostradores que todavía se pueden ver… Quise imaginar que hubo una época en la que enviar una carta era una experiencia mucho más colosal que la que he vivido yo en los últimos tiempos, en una oficina en la que varios de sus empleados han huido de sus sillas (uno de ellos de manera literal) al verme entrar con una maleta llena de libros a los que ponerles un sello. Pero esto, como la falta de previsión, merece un texto aparte, y no es este su momento.
En el Palacio se puede visitar en estas fechas una colección muy curiosa. Se titula No va a quedar nada de todo esto; nadie se anduvo con remilgos a la hora del bautizo. La susodicha colección la componen una abundancia de rótulos de comercios antiguos, ese tipo de carteles que te provocan añoranza de unos años concretos, incluso cuando por edad o empadronamiento no los hayas vivido. Había también bolsas de plástico con los logos o eslóganes de esos negocios ya extintos, y otros detalles que reforzaban esa atmósfera nostálgica en consonancia con el título de la exposición.
Resultaba fácil pasearse por un Madrid que yo no había conocido. El cartel de Fiambres Blázquez me hacía pensar en las incontables conversaciones que los dueños de la charcutería habrían mantenido con sus clientes habituales; los del barrio, los de toda la vida. Cuántas historias no habrán albergado las paredes de la desaparecida Cafetería Zahara, de la cual jamás había oído hablar. Qué testimonios podrían ofrecer los excamareros del Bar Prado, teniendo en cuenta que el mostrador de un bar puede convertirse en un punto de vista exquisito para grandes narraciones. Cuántos suspensos se llorarían y aprobados se celebrarían en la Academia Zener. Cuántas historias de amor y desamor se revelarían en FotoFilm Deluxe. Cuántas vidas habrían pasado por el Hostal Almanzor.
Aquello eran los vestigios de un ayer ya lejano. Era ayer, y al mismo tiempo era el pasado, que suena mucho más contundente. El letrero de un videoclub llamado Siglo XXII hacía pensar en si su propietario había gozado de mucho sarcasmo o de un exceso de confianza en el futuro. Porque, ayer, el futuro eran los videoclubs. Pero hoy ni siquiera son ya el presente.
Pensé, mientras avanzaba entre unos nombres y otros, entre unas tipografías y otras, en el esfuerzo y la ilusión que pudo haber detrás de cada uno de esos negocios. En las dificultades y las alegrías de llevar a cabo un proyecto propio, de hacerse un hueco en una calle, en un barrio, en una ciudad. De lo que esos locales, convertidos cada uno de ellos en lugares con su propia identidad, significaron en la vida de tantas personas. El café de los fines de semana, las medidas para el traje o el vestido de una boda, la reparación de las ruedas del coche, los pendientes escogidos para una persona querida, las conversaciones íntimas en la mesa de la esquina, lejos de la cristalera más grande.
Igual que todos esos negocios desaparecieron, lo hicieron también quienes hicieron uso de ellos. Quizás muchos sigan con sus vidas, y tengan nuevos puntos de encuentro a los que acudir, nuevos referentes. Aunque el título de la colección nos quiera devolver a una realidad aplastante. No va a quedar nada de todo esto.
Sin embargo, sí quedará. Quedará mientras haya gente lo suficientemente curiosa y viva como para querer reunir todos estos elementos y ofrecérselos a cualquier visitante, evitando así que los engulla el olvido o una trituradora industrial. Quedará mientras la gente los recuerde, con añoranza o alegría; o con ambas. Quedará mientras las anécdotas de tiempos pasados se compartan, mientras pasen de unas generaciones a otras. Porque tenemos la capacidad de devolver el pasado al presente, aun cuando sufra deformaciones. Lo hacemos de manera constante.
Esos rótulos que ahora son piezas de exhibición no han dejado de ser parte de la vida que sigue. Se han transformado, como dicen que hace la materia. Y nosotros, los seres humanos, somos unos excelentes transformadores. Tenemos la capacidad de transformar una canción en la banda sonora del momento más pleno de nuestra existencia o del más miserable. Jugamos a convertir plazas, terrazas, parques en lugares que ver desde una perspectiva única. El mismo banco que hace dos años acogía a una persona sin techo fue testigo de un primer beso de la adolescencia ocho años atrás, y de la ruptura más traumática doce años antes. Quién sabe lo que pasará en él mañana.
Por esa razón, salí del Palacio de Cibeles con el convencimiento de que el título de la exposición era a la vez acertado y erróneo. Porque sí, no va a quedar nada de todo esto, ni de todo lo demás. Al mismo tiempo, siempre permanecerá algo. Aunque solo sea en forma de recuerdos, tangibles o no.
Dice la letra de una canción, que la nostalgia siempre deja frágil, será porque conecta profundamente con esa añoranza de otro tiempo, pero leí una vez que el recuerdo es el único paraíso del que no podemos ser expulsados, y así se vive de otra manera el pasado en el presente, para sentir el presente como un regalo y que en el futuro no sea un pasado cualquiera
“en una oficina en la que varios de sus empleados han huido de sus sillas (uno de ellos de manera literal) al verme entrar con una maleta llena de libros a los que ponerles un sello”.
No he podido evitar reírme en voz alta mientras leía este fragmento y a la vez te veía a ti entrando en Correos, alegre y entusiasmado con esa maleta de libros. 🤣🤣🤣🤣.
Luego, he seguido leyendo y tus palabras iban llenándome de melancolía por pensar en todas esas vidas, en ese título : no va a quedar nada de todo esto. Sabes, Paulo? Yo creo que si las personas no ponen un poco más de sí mismas en todo aquello que crean o hacen, no quedará nada.
Todas las personas que crearon esos proyectos se esforzaron mucho y aquellos que podían disfrutar el producto eran agradecidos con sus dueños, al menos la gran mayoría. Me pregunto: hoy en día, ¿con qué fin se crea un proyecto? Agradecemos y animamos ese esfuerzo? No lo sé. Quizá es una visión pesimista, pero creo que no quedará nada si no hay algo más de lo físico.
🤣🤣🤣🤦🏼♀️🤦🏼♀️. Perdón, no sé si me he explicado bien. ☺️.
Un abrazo, Paulo.
Gracias