Es probable que en las últimas semanas, por gusto o en contra de cualquier voluntad, medio planeta haya leído alguna noticia o comentario relacionado directamente con Elon Musk. No era un nombre que pasase desapercibido en los últimos años, pero seguro que muchas personas desconocían quién era. Tal vez su nombre les sonase, como suenan muchos otros de gente a la que no conocen de nada pero que por las razones más dispares salen a diario en la prensa o se hacen virales en internet.
Por si queda todavía algún feliz rezagado por aquí, daré unas pinceladas. Elon Musk es ese hombre al que la revista Forbes aupaba, hará cosa de un mes o dos, a la cima de las personas más ricas del planeta. En el momento en que se escribe este texto ese puesto ha pasado a ocuparlo Bernard Arnault, pero quizás en un minuto las tornas vuelvan a cambiar. Los juegos de billonarios funcionan así: hoy pierdo cuatro mil millones, mañana gano siete mil. Aunque haya cedido el trono (temporalmente o no), el patrimonio de Musk se cifra en más de doscientos mil millones de euros. No hace falta ser más preciso al hablar de cantidades semejantes. Para qué. Además, consultar estos datos me irrita un poco. Así que mantendré a raya mi lado masoquista.
Si hace unas semanas hablaba de lo descomunal que me parecía el hecho de que este mundo lo habitemos ya más de ocho mil millones de personas, os podréis hacer una idea de lo salvaje que me resulta que un único individuo concentre tal cantidad de dinero. O, lo que es lo mismo, tal cantidad de poder. Nos interese más o menos el primero (dicho de otra manera, nos dé mayor o menor pudor hablar de él), no se puede negar que en proporciones tan grandes de lo que hablamos es de supremacía, esa palabra tan peligrosa. Quienes llegan a esos números no lo hacen pensando en ahorrarse los quebraderos de cabeza derivados de una hipoteca o en concederse el capricho de viajar por todo el mundo. Ese dinero no es para gastar. Es para acumular y lanzar un mensaje. Para determinar quién tiene el mando.
Mucho se ha debatido, y se seguirá haciendo, sobre lo apropiado de que el 1 % del planeta concentre el 45, 6 % de la riqueza mundial (datos de 2021). Resuena con frecuencia el argumento de que «si lo tienen, es porque lo han generado». Qué duda cabe de que es así. Cuando se empieza a escarbar en los métodos o méritos para lograrlo, sin embargo, algunos apagan la voz y se retiran a otro combate donde se les exija una preparación más simple para seguir berreando.
Volviendo a Elon Musk, cuyo nombre está vinculado al origen de empresas como PayPal, Tesla o Space X, además de hablar de dinero y poder, su caso serviría para tocar otro tema interesante: el ego. Abundan los ejemplos que reflejan la relación estrecha y tóxica que existe entre el éxito desmedido y la egolatría: esa estrella internacional del celuloide, aquella que llena estadios con su música, los que ponen en pie a un auditorio por su labia... Cuando dejan de hacer aquello por lo que se les idolatra y abren la boca para expresar una opinión que nadie les ha pedido, los cimientos de la Tierra tiemblan. Todos ellos tienen en común el delirio de grandezas. Crece la fama, crece el poder; pero, sobre todo, se inflama el ego. Y cuando para hablar de tu patrimonio hace falta usar muchos ceros, la ruta por el ego viene con curvas.
Resulta que a Elon Musk se le metió en la cabeza que debía convertirse en el salvador de una de las redes sociales por excelencia, Twitter. Que dicha red debía ser salvada es algo que consideró él, y punto. Preguntó por el precio, le dijeron que no y ofreció una cantidad absurda que nadie pudiese rechazar. Cuarenta y cuatro mil millones de dólares. Y así, como quien en una mañana tonta se envalentona y pide en la panadería una hogaza de espelta en lugar de una baguette, Musk pasó a ser el dueño de una de las plataformas sociales más relevantes de nuestro mundo. Y comenzó el circo.
Es tal el despropósito de lo ocurrido desde que este señor entró en la sede central de Twitter con un lavabo en las manos que cuesta hacer mención de todo: despidos masivos de manera improcedente, toma de decisiones en función del intercambio de mensajes con algunos usuarios sin análisis de las consecuencias, defensa de una «absoluta libertad de expresión» y bloqueo posterior de algunas cuentas... Si en algún momento se adapta esta historia al audiovisual (no me extrañaría que en Netflix o HBO esté ya en desarrollo algún proyecto), la obra va a tener unas cuantas temporadas.
Twitter, por desgracia, se ha convertido en el juguete de una persona excéntrica que no tolera no llamar la atención. Quiere jugar a ser Dios, porque los mecanismos de nuestra sociedad actual permiten que una persona así acumule un poder al que resulta muy difícil hacer frente. Quienes hacen uso de esta red social han llegado a temer su cierre, lo siguen haciendo; llegados a este punto, muchos casi lo desean en silencio. Porque Twitter es cada vez menos un lugar en el que informarse, en el que compartir información o contenido creativo, y es cada vez más el patio de recreo de un multimillonario que quiere botar el balón mientras el resto de compañeros permanecen castigados, obligados a verlo jugar a él solo.
Esta misma semana, en uno de sus muchos ataques de aburrimiento o de necesidad ávida de atención, publicó una encuesta en la que ahora es «su» red: ¿quería la gente que continuase al frente o que dimitiese? Añadía que haría caso del resultado, fuese este cual fuese. Pues bien, un 57 % quiso dejar constancia de que preferían verlo fuera. Os sorprenderá la reacción de este megalómano; perdón, de este empresario hecho a sí mismo. Primero, silencio (lo que hace pensar que, por alguna razón, no era el resultado que esperaba). Lo siguiente, una huida hacia delante. Publicó un tuit en el que aclaraba que dejaría de liderar la red social cuando encontrase a alguien lo «suficientemente tonto» como para querer tomar el relevo. Tras el sarcasmo asomaba la verdad: daba igual lo que pensase la gente aun cuando él mismo era quien había preguntado; como la respuesta no era la buscada, quedaba anulada. Eso hace el dinero, eso hace el poder.
Supongo que es demasiado simplista preguntarse para qué servirían doscientos mil millones de euros si no estuviesen en manos de una sola persona a la que ha devorado el personaje y que solo busca dejar huella en la historia de la humanidad. Así suelen pensar de sí mismos los grandes millonarios, su trabajo siempre va en pos del progreso. Pero esa huella resulta muchas veces difusa, borrosa. Más que una huella, termina resultando ser un estigma. Uno que nos define como una sociedad donde unos pocos se pasan de generación en generación el poder, y otros muchos rezongan por lo bajo y avanzan como pueden por el camino trazado.
A riesgo de caer en lo simple, en lo populista, me pregunto esto realmente, sí. Me pregunto no en voz alta pero sí en palabra escrita cómo sería el mundo si quienes acumulan tales cantidades de riqueza dejasen de perseguir el progreso a través de sus caprichos y se centrasen en las carencias reales que lo delimitan. Mandar cohetes al espacio está muy bien, diseñar coches autónomos luce estupendo (lo afirma alguien que padece amaxofobia). Pero construir colegios en países, ciudades y aldeas desfavorecidas, también. Invertir en un sistema sanitario que cubra las necesidades reales de todos los ciudadanos, lo mismo. Y, llamadme loco, pero la suma de los miles de millones que acumulan las personas que conforman esa lista de seres únicos (y que tienen el mismo número de manos, pies y cerebro que el resto de mortales) daría para enviar naves prodigiosas al espacio y al mismo tiempo luchar contra el hambre, el analfabetismo o las enfermedades. Por poner un par de ejemplos.
A mí, al menos, no me parece ni descabellado ni populista. Pero a ver si resulta que los grandes herederos del planeta (perdón, los grandes empresarios hechos a sí mismos) persiguen otros objetivos. A ver si es que confunden dejar huella en la historia de la humanidad con marcar a fuego al caballo, independientemente de lo que quiera este. Ser un gran empresario, un visionario extraordinario, no debería estar reñido con reunir esos mismos calificativos a la hora de comportarse como un ser humano. Generan todo ese dinero, ese poder, por el trabajo que llevan a cabo, sí. El problema está en lo que hacen luego con él. ¿Para qué lo quieren, realmente?, sería una de las grandes preguntas. Que nos cuenten. Aunque preferiría ahorrarme ese relato y escuchar otro donde los caprichos de los que más tienen persiguen el beneficio de todos los demás. Un beneficio real, honesto. Sin la megalomanía disfrazada de filantropía.
Intenso viernes!!! Siempre me he preguntado porque el dinero, en cantidades extremas, cambia el carácter, porque la gente con un gran poder económico se cree por encima del resto y con la potestad de tratar mal o de manera despreciativa al resto. Que será que tiene el dinero para transformar a las personas? o será que las personas ya son así y el dinero multiplica el mal comportamiento?. No puedo más que agradecer estas pildoritas de los viernes, primero porque me encanta leerte, segundo porque aprendo alguna palabra desconocida o poco habitual en mi vocabulario y tercero por dedicarme estos breves minutos en la lectura y la reflexión. Mil gracias y feliz Navidad
👏👏Pienso que es cuestión de valores humanos....Gracias
A pasar bonitos días🎄