Hoy voy a hablar de las hormigas. No porque sepa mucho sobre ellas, casi al contrario. Nunca he visto un documental entero dedicado a esta especie, ni he leído ningún artículo científico que me haya revelado cosas apasionantes sobre su modo de vida. Pero hay días en los que pienso en ellas. Me explico.
Imagino que, si nos preguntasen qué significa tener un mal día, todos tendríamos una respuesta. Nadie se quedaría en silencio. Pero, seguramente, cada uno tendría para esta pregunta una definición personal. Si en este caso fuese yo el alumno al que señalan para ponerse en pie y despejar la incógnita, diría que un mal día es aquel en el que la vida parece sobrepasarme. No se trata de torcerme un tobillo al bajar las escaleras, de ser blanco de las deposiciones (siempre malintencionadas) de una paloma, de dejarme las llaves dentro de casa. Esos son acontecimientos puntuales que te privan quizás de disfrutar un día estupendo. Pero la sensación de que lo que estás viviendo se te queda grande (o pequeño, según se mire), sea por las circunstancias que sea, es para mí la definición de mal día. Porque, por lo general, tampoco suele durar mucho más.
Con esto me refiero, sin saber si en ello se verá representada más gente, a esos momentos en los que uno siente que no está del todo a gusto con la vida que vive, ni con lo de fuera ni con lo de dentro. Lo de fuera puede ser lo que machacan los periódicos e informativos a diario, lo que los políticos vociferan, lo que imponen ciertos individuos con su actitud en un bar, en una oficina, en un vagón de tren. Lo de dentro es la dificultad de gestionar los sentimientos que provoca todo lo anterior, sumado a otras sensaciones que tienen raíz en uno mismo.
Cuando me pasa esto, y veo que me sobrevuela la amenaza del sobrecogimiento, pienso en una hormiga. Esa hormiga en concreto, igual que todas las demás, habita el mismo mundo que nosotros, al mismo tiempo que nosotros. Compartimos el espacio-tiempo. Nuestras calles son las suyas. Su existencia tiene lugar a la vez que la nuestra. Pero, hasta donde sabemos, esa hormiga no es consciente en absoluto de nada de aquello que puede atribularnos a nosotros. Los titulares que nos dejan entumecidos no tienen ningún significado para ella; a lo sumo, si un periódico se cruza en su camino, podrá desgajar un pedazo y cargar con él para darle alguna utilidad más práctica.
Esa hormiga tampoco se deja afectar por lo que alguna gente grita desde una tribuna, por lo que alguien comparte desde su red social, por lo que la persona con la que ha firmado un contrato de trabajo le ha hecho sentir. Esa hormiga no pierde el tiempo pensando si mañana estallará la Tercera Guerra Mundial, aunque la posibilidad de que sea así amenace a toda su especie tanto como a la nuestra.
Así es como empiezo a pensar en una hormiga en concreto cuando el sobrecogimiento pide hacerse con el control de mi ánimo. Pero esa es la fase inicial. Porque poco después paso a imaginar, a tratar de aventurar o descubrir qué siente una hormiga al vivir una experiencia que, en teoría, no puede explicarse por sí misma. De pequeño, cuando estaba en casa de mi tía abuela, en el pueblo, me gustaba acercarme a alguna hormiga con un trozo de papel, una ramita o cualquier cosa delgada a la que le resultase sencillo subirse. Entonces, la alzaba y la trasladaba unos cuantos metros por el aire, haciéndola avanzar en unos segundos, y en la dirección que creía que llevaba, lo que a ella le habría costado más tiempo, más esfuerzo y, quién sabe, más peligros.
Me sentía como una especie de dios: daba por hecho que la hormiga no podía explicarse lo que había ocurrido. Simplemente había ocurrido. Había avanzado un trecho considerable por arte de magia. Pero sucedía que, al dejarla de nuevo sobre la tierra, la hormiga parecía dar algunos bandazos. No sabía exactamente por dónde seguir. Y mi sensación de ser todopoderoso se desinflaba con la misma velocidad con que la hormiga había salvado aquella distancia. El dios de mentira, yo, empezaba a verse bombardeado por pensamientos de culpa: «la has separado del grupo con el que estaba», «no sabe por dónde seguir», «tal vez esta no era la dirección indicada», «seguro que un poco más adelante algún bicho más grande se la zampa…». Para no haber recibido nunca clases de religión, la culpa era una presencia notoria en mi modo de ver las cosas.
Con el paso del tiempo, dejé que las hormigas tomasen siempre el rumbo que ellas considerasen. Solo las desviaba cuando las sentía subir por mi piel, convencido de que las pobres no tenían ningún destino decente al que llegar por esas rutas. Nunca sentí repulsión por estos insectos (como, en contra de mi voluntad, sí me pasa con otros de tamaño mayor y movimientos más imprevisibles), y nunca entenderé tampoco a aquellos que encuentran algún tipo de placer en aplastar una tan pronto la ven, se cruce o no en su camino.
Ahora, cada vez que traigo a mi cabeza a una hormiga, pienso en todo lo que ella no sabe (en lo que creemos que no sabe) y que igualmente experimenta. No sabe si un niño es el responsable de alzarla y hacerla aparecer en otro sitio. No sabe qué es un edificio, a pesar de trepar por sus paredes. No sabe qué es una bomba atómica, a pesar de que puede acabar con su vida. Desconoce el alfabeto, sin por ello verse privada de comunicación con los suyos. Vive ajena a los distintos movimientos sociales o al cambio climático, que no a sus consecuencias. Pero no trata de comprenderlo todo; sobre todo, no se deja abrumar por todo aquello que no entiende.
En eso que podría llamarse un mal día, me descubro muchas veces recurriendo a esa hormiga. Porque tal vez alguien me lleve a mí de un punto a otro sin que yo mismo pueda explicármelo. Tal vez se den acontecimientos que no estoy preparado para asimilar, y que no por ello dejarán de suceder. Pensar en la hormiga me hace aceptar que, a pesar de querer aprender día a día, nunca lo sabré todo. Y que eso no está mal. Todavía no hemos evolucionado tanto, si es que algún día llegamos a hacerlo, como para tener un conocimiento absoluto. Quizás no haya siquiera un conocimiento absoluto. Lo que sí hay son algunos días malos, donde todo parece sobrepasarnos. Y también hay hormigas. Por alguna razón, adoptar la perspectiva de estas últimas puede ayudar a afrontar los primeros. Nada se pierde en hacer la prueba. Y si no, siempre nos quedará el yoga.
Hola Paulo ¿cómo va todo hoy?
Es realmente muy bonito como te tomas el tiempo para escribir textos como estos. Tan simples y a su vez cargados de mensajes que me hacen parar a reflexionar.
Creo que la idea de pensarnos hormigas de vez en cuando es muy útil, en primera porque de nada sirve (aunque no siempre me dé cuenta de ello con facilidad) preocuparse por todo y en segunda porque ellas solo cargan con lo que le es útil (para su nido o para sus crías). Eso es interesante, tienen la fuerza para sobrecargar su espalda con lo que sea y sin embargo siempre es algo útil. Me gustaría poder cargar con eso únicamente, de manera mental sería mucho más eficiente.
Gracias por tu texto. Definitivamente te llevas mis aplausos.
Te mando un abrazo 😄
Qué bien cuentas las cosas, Paulo. Yo me he sentido hormiga ( sin ponerle ese nombre por desconocimiento 🙂) en muchas ocasiones. En estas últimas semanas he leído varios textos/opiniones que ponen de relieve el acierto de dejar pasar, de no dedicar tiempo, de no pensar en aquello que no podemos controlar o no depende de nosotros. Mi hormiga primigenia está intentando llevarlo a cabo porque se da cuenta del tiempo perdido y del desgaste inútil de hacer lo contrario. Cómo dice alguien donde van tus pensamientos van tus emociones y tus hechos. Y hay lugares a los que no merece la pena ir. Feliz viernes!