Pensé que se trataría de una moda. Pero, en caso de que lo sea, no está siendo tan pasajera como intuía, o como deseaba. Porque día tras día no dejo de leer noticias u oír comentarios acerca de la nueva oleada de inteligencia artificial. Cada información novedosa que aparece resulta asombrosa, y dentro de ese asombro caben muchos matices. Vaya por delante que sí, que, aunque pertenezco a la generación millennial, me llevo mejor con lo analógico que con lo digital. Lo cual no quiere decir que rechace esto último.
Pero me interesa adentrarme un poco en estos términos que hemos aceptado como compañía habitual de nuestro tiempo. Cuando alguien poco diestro (como yo, por algo seré zurdo) con la tecnología defiende lo analógico, lo que en realidad quiere decir es que no se siente todo lo cómodo que le gustaría con el ritmo al que avanza la digitalización de nuestro mundo. Porque dicho así puede sonar a novela de ficción, pero nada más lejos de la realidad: nuestro mundo, nuestro día a día, sufre una digitalización continua. Y si no que se lo pregunten a las personas mayores.
Ese ritmo es endiablado, pero por fortuna o por desgracia (probablemente, por ambas) nuestra capacidad de adaptación no es del todo mala. Ni nos paramos a pensar en que cada vez usamos más la tarjeta, el teléfono o incluso el reloj de pulsera para transferir nuestro dinero, por ejemplo. La evolución ha sido vertiginosa: hace unos años, la mayor parte de la gente pagaba solo en efectivo, poco después tecleaban con cierta reticencia un código de seguridad, y ahora, con solo acercar el reloj a la pantalla, un pitido confirma que sí, que en nuestras cuentas hay ya una cantidad inferior a la de un instante antes.
Dentro de toda esta transformación, hemos llegado a ese punto donde la Inteligencia Artificial, con mayúsculas, lucha por su cuota de protagonismo a diario. Lo hace con apasionamiento, a través de titulares que pueden generar ilusión en unos y miedo en otros. Seguramente todos habremos oído hablar, en mayor o menor medida, del ChatGPT. Un sistema diseñado para dar respuesta a todo; no como lo haría la Wikipedia, sino como un humano. Uno reflexivo, entiéndase. Y ahí es donde yo me remuevo inquieto en el asiento. He visto unas cuantas muestras de lo que es capaz de hacer este modelo de lenguaje, y alguna me ha parecido sorprendente. Sorprenden tanto la velocidad a la que se generan las respuestas como el contenido de las mismas. Son muchas personas las que lo alaban, y otras tantas las que esperan actualizaciones que terminen de perfeccionar esta herramienta que, según dicen, podría cambiar nuestro modelo de vida de manera radical en tan solo unos años.
El problema es que yo, para fantasear con el futuro, no necesito de ninguna herramienta artificial. Me sobra y me basta con mi imaginación, que tiene un motor suficientemente potente como para ponerme en lo mejor y en lo peor de cada posible escenario de mi vida (incluso en los de otros), para crear universos alternativos y, por encima de todo, para elaborar historias que pueden terminar o no escritas en forma de libros, artículos o newsletters. No me quita el sueño lo que pueda hacer la inteligencia artificial a corto plazo, pero sí me lo perturba que tanta gente opine que sustituirá muchas habilidades y cualidades que hasta ahora correspondían en exclusiva al ser humano.
En todos esas pruebas de ChatGPT que he tenido ocasión de ver, lo que he echado en falta es un atisbo de humanidad. Percibo en todo momento el artificio, como si me hubiesen plantado delante a un primate vestido con un vaquero y una camiseta de lo más estilosa, a imitación de un humano. Sí, se puede dar un aire, con unos más que con otros. Pero no deja de ser un primate. Y los primates no suelen ir vestidos ni de esa manera ni de otra. Lo mismo me pasa a mí con esos textos generados por inteligencia artificial. Detecto en ellos elementos que nosotros, los humanos, utilizamos para expresar ideas, para generar emociones, para transmitir qué nos inquieta o maravilla o preocupa. Pero en este caso son recursos utilizados precisamente para parecer humano, no para serlo.
No hay que olvidar que, a fin de cuentas, quienes estamos detrás de la programación de cualquier inteligencia artificial somos nosotros mismos. Y eso desencadena una serie de preguntas que podrían concentrarse en estas dos: ¿por qué sentimos esa necesidad de crear algo artificial que pueda resultar natural, si lo natural ya existe? ¿Por qué esa insistencia en suplir nuestras propias capacidades, en querer sepultar nuestro genio creativo mediante sistemas de simulación?
No dudo de que la inteligencia artificial puede servir para mejorar muchos aspectos de nuestra vida. Ya lo hace. Hay máquinas utilizadas en hospitales y clínicas que mejoran la salud de enfermos, que incluso salvan vidas. Es de esperar, y es de pedir, que haya avances en este aspecto. Pero ¿qué tiene eso que ver con diseñar programas que escriban cuentos, guiones, novelas o ensayos; que produzcan cuadros, ilustraciones, cómics; que compongan música clásica, pop o rap? Más allá de lo anecdótico que pueda resultar, les va a faltar un ingrediente fundamental. Una persona de carne y hueso, volcando su tiempo, sus motivaciones particulares y su talento en crear eso.
Mezclar lo artificial con aquello que tiene que ver con la sensibilidad y las emociones, a mí no me termina de convencer. Y no dudo de que algunas de estas creaciones tengan más valor que los libros que pueda lanzar cierto tertuliano de televisión o cierta exparticipante de tal evento. Pero sigo percibiendo el artificio, lo antinatural, por encima de todo.
Si llegaremos a un punto en que la inteligencia artificial sea capaz de conmovernos como solo nosotros sabemos hacer, lo desconozco. Quizás sea posible. Pero yo me pregunto para qué sería necesario llegar a ese nivel de desarrollo. Para qué obsesionarse con crear lo ya creado, extirpándole el alma. Porque esas inteligencias artificiales podrán recitar cada una de las acepciones que recoge el diccionario respecto a esa palabra, alma, pero no asumirlas. No podrán asimilarlas ni aprehenderlas. Eso lo hacemos los humanos, a veces con mucho esfuerzo. Y eso, supongo, es parte de nuestra esencia. Así que, para mí, los yogures y las inteligencias, mejor naturales.
Bueno Paulo, hace poco me enteré de esto. La verdad soy muy novata en todo, pero en esto de inteligencia artificial aún más. Estábamos en casa con amigos, hablando de mis relatos y de cómo mientras arreglaba el jardín se me había ocurrido una idea para un libro en un futuro lejano 🤣. Y uno de nuestros amigos me dijo mira lo que es esto: ChatGp no sé qué y me enseñó la historia que había creado con la idea que había dicho. Por un momento me sentí fatal pero después sentí alivio y ánimo porque yo le di la idea a ese chat nuevo. En realidad, escribir es una cosa muy distinta a querer poner tu nombre en algo para parecer que lo has escrito tú. Solo quien ama crear historias seguirá construyéndolas.
Un abrazo y mil gracias
Gracias por tu reflexión Paulo. Luego con el tiempo nos tocará volver a conectar con lo natural como nos está pasando ya en muchas cosas como la desconexión con la naturaleza. La tecnología facilita muchas tareas pero cada vez nos alejamos más de lo que somos. Un abrazo y gracias.