Las palabras de hoy se las debo a un perro. A dos, más bien. Por norma general, en mi cabeza se queda aquello que llama mi atención, que no siempre tiene que ver, por desgracia, con aquello en lo que mi cabeza debe pensar. Y así es como olvida uno algunos quehaceres, y divaga sin embargo sobre perros y otros animales de compañía que no son eso, sino mucho más.
Volvía a casa, hace un par de días. No importan la fecha, la hora o la zona, porque esos detalles son irrelevantes cuando uno está deseando dar por concluida una jornada de esas que, por cosas del lenguaje y su riqueza expresiva, mucha gente da en llamar «día de perros». A solo una calle de poder resguardarme de este frío que ha adelantado el momento de empezar a mortificar a los viandantes, percibí al otro lado de la carretera lo que me pareció un grito. Ronco, escueto. Me giré para comprobar que la voz pertenecía a un hombre, y que ese hombre sujetaba una correa. La correa, a su vez, rodeaba el cuello de un perro; no pude adivinar la casta entre dioptrías, falta de conocimiento y una alta probabilidad de cruce de razas. El hombre volvió a gritar, de la misma manera, y acompañó la queja de un tirón que arrastró medio metro al perro, que se había detenido a oler algo en la acera.
Mi reacción fue quejarme, pero ese lamento tímido jamás hubiese superado el ruido del tráfico que separaba un punto y otro. Aminoré la marcha; quería volver al relativo calor de un piso con la calefacción estropeada (nota para mi casero: yo sé que tienes buena voluntad, pero esta caldera pide jubilación o reparación, no insistas en lo contrario), pero al mismo tiempo no podía quitar ojo a lo que sucedía al otro lado, con el temor de que un nuevo tirón hiciese daño al perro.
Como en las películas mediocres en las que uno anticipa la siguiente escena, el hombre trató de avanzar a zancadas apuradas y el animal no fue capaz de seguirle el ritmo. Otra sacudida violenta; esta vez, el cuerpo del perro se retorció y se vio arrastrado de costado hasta que logró recobrar el equilibrio. A esas alturas, yo ya no estaba para pensar si la capa de pelo y de piel protegían al animal de zarandeos y arrastres. Aquella no era forma de tratar a nada ni a nadie.
Una pareja de mediana edad se cruzó con el hombre. Ambos parecieron mirar con pena al animal y con temor a quien lo llevaba sujeto. Porque nada en los gestos de este último invitaba a pedirle que, por favor, no tratase de aquella manera a su compañero. Pasaban otras personas por la misma acera, que iba a dar a un pequeño parque conectado con otra parte del barrio. Ante un nuevo grito de desesperación, algún transeúnte decidió maniobrar para cruzar el parque, evitar a aquel hombre, y volver a la senda de la que se había desviado.
El frío había dejado de importarme lo suficiente como para pensar en llegar a casa, cuyo portal veía a un centenar de metros. Pero me atenazaba a la hora de tomar una decisión. ¿Iba a convertirme yo en salvador y arrebatar al perro de las zarpas malvadas de su dueño? ¿Con qué autoridad podía acercarme yo a un desconocido cuya actitud me parecía desacertada? ¿La escena era lo suficientemente grave para justificar una llamada al 091 o al 112?
Habrá muchas respuestas distintas a estas preguntas. Yo me quedé sin responder ninguna mientras veía a aquel hombre desaparecer tras la esquina de un edificio, con el perro siguiendo a duras penas los pasos agigantados de quien tiraba de la correa. Volví a oír, ya sin verlo, un nuevo grito de rabia, y el ruido de vehículos al pasar en una dirección y en otra sepultó todo lo demás.
Nos suele pasar que, al presenciar algo relacionado de manera directa con pensamientos que estamos rumiando, nos sorprendemos por la coincidencia. Si tenemos en mente comprar una bici nueva para recorrer la montaña, empezaremos a ver a nuestro alrededor modelos que nos llamen la atención. Si estamos deseando irnos de viaje a un destino concreto, aparecerá ante nosotros un cartel promocionando dicho lugar, o alguien lo citará en una charla, en un pódcast, en un libro. Sin querer menospreciar el concepto de azar que nos hemos sentido obligados a crear, para tratar de paliar el miedo que nos provoca la ausencia de lógica, esas señales iban a pasar sí o sí ante nuestros ojos, estuviésemos rumiando o no pensamientos relacionados con ellas. Como a mí me pasó con el perro.
Porque, dos días más tarde, fue otro el que volvió a quedarse con toda mi atención. Era ya noche cerrada, aunque no madrugada, y bajo un soportal que tuve que cruzar, había dos figuras. La del humano, sentada en el escalón de piedra de dicho espacio, medio encogida. La del perro, situada frente a él, más erguida. Me llevó unos segundos entender lo que estaba viendo. En cuanto lo hice, quise sentarme yo allí también, en silencio, nada más que para sumar un grado de compañía más.
El chico encorvado era joven, abrigado con un plumífero que habría vestido yo años atrás. La cara miraba al suelo, mientras los hombros se agitaban en sacudidas casi imperceptibles. Lloraba. Frené los pies a mi imaginación, que calentaba ya en la banda con el deseo de maquinar una ruptura amorosa adolescente. Por allí delante pasaba bastante gente, no era una zona aislada, por lo que no me pareció peligroso dejar desahogarse a su antojo a alguien en una aparente situación de vulnerabilidad. Además, ya había alguien preocupándose por él.
El perro, sobre sus cuatro patas, restregaba parte de su hocico sobre el cabello del chico cabizbajo. He visto pocos gestos de un cariño tan genuino como ese. La mano del chico, en un gesto automatizado, acariciaba el lomo de su amigo, sin mucha fuerza. Pero el perro, con la vista fija más allá del soportal, como queriendo concederle intimidad a su acompañante, no cejaba en el empeño de hacerle saber que no estaba solo, que no permitiría que el frío se le colase en los huesos e hiciese más desagradable el momento. Sin necesidad de una sola palabra, el cariño y la protección se materializaban allí.
Entre las dos escenas que componen este texto, la diferencia es evidente. En la primera, la rabia (o lo que quiera que fuese aquella actitud) repercutía con violencia en el perro. En esta última, sin embargo, la fragilidad del otro lo hacía erigirse en protector, en compañía. ¿Qué quiero contar con todo esto? No lo sé. O sí lo sé, y para eso están todas estas palabras. No hará falta un cierre marcado con aroma a conclusión o moraleja.
Solo me gustaría añadir que, en estos últimos días, ver los informativos, leer los periódicos o ser testigo de actitudes y comportamientos masificados me han hecho recordar una y otra vez la primera escena. Cuando lo valioso está, quizás, en la segunda. En una estampa que no es idílica, porque hay sufrimiento y derrota en ella, y la vida nos pone muchas veces en situaciones en las que lidiar obligatoriamente con el uno y la otra. Pero, a pesar de eso, o precisamente por eso, surgen el cariño y la compañía de quienes empatizan y respetan.
Me pregunto si, así como los humanos tenemos una expresión como la de «día de perros», los perros tendrán su «día de humanos». Y qué dirá de nosotros lo que signifique para ellos.
Desconozco si los perros tienen «día de humanos», me falta tanto por aprender sobre ellos. Estaba medio despierta (gracias a las insistentes alarmas de mi vecina), he cogido el móvil para ver la hora, ya podía leer tu newsletter. Se me encogía el corazón leyendo la primera escena, mientras notaba el calor de mi perra cerca. Entendía por mi experiencia lo que contabas en la segunda. Al avanzar la lectura he pensado, por un momento, que estabas pensando en convivir con un perro. 🐕
Me has hecho acordar que ante ayer, hablamos con mi hermana de testamentos y le comenté que debería hacer uno y dejar por escrito, a una persona que se hiciera cargo de mi perra, si la muerte llegara antes de tiempo.
Y qué manera tan diferente de tratar a los animales en general y eso pasa exactamente con las personas. Pero tenemos algo en común, los ojos no mienten y no hay experiencia más bonita que mirar a los ojos a un perro, muy cerca y a la misma altura. Ver a través de los ojos a una persona, en silencio. Mirándose y sintiendo paz y calma aunque alrededor, el resto de perros o de humanos, hagan arder el mundo.
Gracias un viernes más por este espacio. Ánimo con la calefacción (lo único positivo es que la factura de gas, este mes, no será muy alta, si no funciona la caldera. 😂🙏🏻)
Madre mía, Paulo, se me saltan las lágrimas. Tengo la suerte de convivir con mi perro que me entiende mejor que algunas personas y me hace sentir bien y me saca una sonrisa incluso cuando no tengo un día bueno. A veces me pregunto si mi perro no es, cada vez, más persona y si estoy creando, sin querer, demasiada dependencia por parte de uno y de otro, pero cuando te dan tanto cariño y comprensión es inevitable. Gracias, Paulo.