El baloncesto nunca ha conseguido apasionarme como sí han llegado a hacerlo otros deportes. De pequeño, me encantaba ver partidos de fútbol en casa, porque mi padre invitaba a algún amigo y entre unos y otros parecían perder parte de su cordura. Aquellos gritos para celebrar cada gol me hacían gracia. Dejaron de hacerlo, poco a poco pero sin pausa, cuando la edad hizo que quedase a ver esos encuentros futbolísticos en algún bar, en compañía de otros amigos. No hay mejor lugar para darse cuenta de que lo que uno advertía como diversión en la ingenuidad de la infancia se convierte en fanatismo con la clarividencia de la madurez. Quizás, por eso, el fútbol dejó de ser para mí un deporte para convertirse en otro tipo de espectáculo mercantilizado que me interesaba menos. Quizás, por eso, a día de hoy me interesa más la pantalla del televisor cuando en ella aparece un partido de tenis o una regata de piragüismo.
Pero este texto no va de fanatismos. O tal vez sí. En todo caso, tiene al baloncesto como escenario principal, a pesar de lo referido en la primera línea. Y es que hace un par de semanas, logró batirse un récord que no parecía sencillo dejar atrás. Quienes, como yo, no sean grandes entendidos de este deporte, seguramente sí reconozcan un par de referencias. La primera: LeBron James, famoso sucesor de Michael Jordan. La segunda: Los Lakers, equipo mítico por el que han desfilado otras grandes estrellas. Bien, resulta que LeBron James superó la máxima cifra anotadora registrada en la NBA, marca que hasta entonces ostentaba Kareem Abdul-Jabbar (nombre que, por ejemplo, me suena pero ya no sé identificar con precisión). Hablamos de un total de 38. 388 puntos, resultado de un sinfín de balones encestados.
Claro que, como podréis adivinar, no es de ese récord de lo que quiero escribir. Lo que más me ha llamado la atención de todo esto, sin desmerecer la hazaña deportiva alcanzada, es el momento en que LeBron James se dispuso a lanzar a canasta. Todo el público asistente sabía que ese podía ser el partido en que un récord histórico fuese alcanzado o superado. Por supuesto, todo el mundo sabía cuál sería la canasta que lo sentenciaría. No es de extrañar que, en las horas y días siguientes, la imagen de ese momento circulase por medios de comunicación y redes sociales. Y en ese momento inmortalizado se pueden ver dos cosas: a LeBron James a punto de hacer historia, y a cientos de aficionados con el brazo en alto para registrarlo.
Escribía hace tan solo un par de semanas, en este mismo rincón, sobre un vídeo que se había hecho viral donde habían quedado expuestos los sentimientos de una niña mientras su hermana le canta. Los personajes principales no tienen nada que ver, pero se cuela el mismo secundario en ellos. Y quizás se deba a que no sea tan secundario. Porque en el preciso instante en que un jugador de baloncesto hacía historia, los miles de personas que lo rodeaban desde las butacas del estadio sostenían un teléfono para dejar constancia de algo. De que habían sido testigos del gran momento. Pero, al hacerlo, se olvidaban de algo que hasta hace no mucho era lo que daba sentido a formar parte de algo así. Se olvidaban de vivirlo.
Como se puede ver en las fotografías que captaron esos segundos históricos, muchas de las miradas no están clavadas en la pista de juego. Se centran en la pantalla del aparato electrónico. Necesitan confirmar que tienen el mejor encuadre que su posición les permite, que el zoom da la impresión de mayor cercanía sin que la nitidez se deteriore. Porque ese vídeo va a ir directo a sus cuentas en redes sociales, a su lista de contactos en WhatsApp, y la alta resolución de la imagen compartida es mucho más importante que verla bien con tus propios ojos, sin filtros mediante. Esos mismos vídeos quedarán relegados al olvido en la memoria del dispositivo, o serán borrados cuando este anuncie mediante un mensaje que el almacenamiento está lleno y toca hacer espacio. Entonces, ese momento que había pasado a la historia volverá a pasar a la historia, pero de otra manera. Las frases hechas son así, te quitan la vida con la misma sencillez con que te la habían otorgado.
Antes de que la tecnología fuese la dueña y señora de nuestras vidas, los seres humanos buscábamos experimentar emociones y sensaciones. Para nosotros, sentir significaba estar vivos. Por supuesto que nos encantaba también compartir esas emociones y hablarles a otros de nuestras experiencias. Ese es el germen de cualquier historia real o ficticia, a fin de cuentas. Pero compartir tenía un objetivo. Y, desde luego, ese objetivo no era calmar el ansia por dejar constancia de lo que nosotros habíamos vivido. Prueba de ello es que, en el momento de una canasta histórica, no salías del estadio y te ibas hasta la cabina telefónica más cercana para decirle a tu madre o a tu mejor amigo que estabas ahí justo cuando se iba a producir el milagro. Y eso es lo que pasa ahora: sustituimos el momento de sentir, de vivir, por el de registrar. Estamos más pendientes de capturar el momento que de disfrutarlo. Nadie nos obliga a asistir a un partido de baloncesto, ni a un concierto, ni a la proyección de una película, ni a un recital de poesía, ni a una exposición de arte. De hecho, nada hace obligatoria la existencia del deporte, de la música, del cine, de la poesía. Nada salvo nuestra necesidad de sentirnos vivos. Asistimos a esos eventos, o lo hacíamos, para llenarnos de sensaciones beneficiosas para nosotros. Para emocionarnos, para aplaudir o gritar de júbilo, para llorar conmovidos.
Ahora, entre nosotros y esos momentos especiales que nos pueden hacer sentir tantas cosas parece haber siempre un filtro. Una barrera que dirige nuestra atención hacia una pantalla. Tenemos la magia ahí delante, a unos metros de distancia, y nosotros dirigimos la mirada hacia el aparato que parece dominar nuestra mente. Todo espectáculo en vivo tiene como respuesta en la actualidad un batallón de móviles alzados al aire, en clara muestra de que ellos mandan, ellos reinan. Les damos incluso una mejor visibilidad que la que nos concedemos a nosotros mismos (y, desde luego, a quien pueda estar detrás queriendo disfrutar del mismo evento).
Aunque no es cierto, no al menos de manera categórica, que cualquier tiempo pasado es mejor, puede que a veces debamos echar la vista atrás, solo para no olvidar que supimos hacer las cosas de otra manera. Una en la que lo importante era sentir y disfrutar, no demostrar nuestra presencia y presumir de ella. No hacer de nuestras presuntas emociones una carta de presentación constante. Si necesitamos que el mundo vea cómo nos hace llorar una experiencia, si dependemos de que el vídeo o la foto con nuestra reacción estén subidos cuanto antes a nuestras redes, tal vez es que hemos caído en ellas. Cazadores cazados. Si de afirmar que «Yo estaba allí», lo más importante es el yo y no el haber estado, algo se puede estar pervirtiendo.
No suelo incluir en estos textos más imagen que una de cabecera que trate de ilustrar el tema a tratar, pero hoy me permitiré la licencia de cerrar con otra. Si en la primera veíamos teléfonos, en la segunda vemos humanos. Así nos lo indica la emoción de sus gestos. Porque sí, una imagen vale más que mil palabras. Pero no una cualquiera. Eso es lo que deberíamos recordar si queremos seguir sintiéndonos vivos, antes de que llegue el momento en que olvidemos por qué hacemos las cosas. O antes de que ese porqué tenga más que ver con lo artificial que con lo natural. Que vibre más el corazón, y menos las notificaciones del móvil.
Aprender a vivir el momento presente, qué importante. Atesorar con los ojos y solo una vez guardado en nuestra mente si lo creemos necesario, sacar la tecnología para inmortalizar el sitio, el lugar, pero evidentemente algunas escenas ya están pasadas, ya han sido vividas. Así pues, la imagen deberá ir acompañada de letras para describir lo que sucedió y la vivencia no esta en un video sino en nuestra piel, en el sentimiento que nació al estar allí, de forma consciente.
Las tecnologías no son malas, sino el uso que les damos. Por ejemplo, este momento mismo, gracias a ellas podemos experimentar la ilusión de leer «Ya es viernes», cuando la aplicación nos manda la notificación.
Que buena reflexión la de la newsletter de hoy, el paso del tiempo y sus cambios. Gracias 🙏🏻
Estos días hablaba con una compañera justo de esto.
Hablábamos de los amaneceres, de los colores que parecen imposibles, de la belleza de ese momento....
Sin embargo, haces una foto y no sale así, no sé aprecia..., decía ella.
Es que igual el amanecer no está para ser inmortalizado, dije, sino para ser vivido.
Pues eso.
Gracias, Paulo.