Es probable que, en el día a día, haya pequeñas escenas involuntarias que nos hagan sentir culpables de manera fugaz. Para mí, una de las peores es tener que pisar el suelo que otra persona acaba de fregar. Me ha pasado más de una vez con la mujer que limpia en mi edificio, y aunque ella siempre sonríe y sabe que es algo que tiene que pasar (sea yo el culpable o cualquiera de los otros vecinos que componen el bloque), yo salgo por el portal cargando una sensación de criminal sin sentimientos. Alguna vez he estado a punto de fingir que se me había olvidado algo en casa, subir de vuelta y no bajar hasta que pasasen los minutos suficientes para que las baldosas estuviesen de nuevo secas y relucientes.
Anomalías mentales aparte, lo que sí me intrigan (sin dejarme una sensación de culpabilidad el hecho de reparar en ellas) son las huellas que quedan en el suelo después de la lluvia. Son pequeñas marcas efímeras, rastros involuntarios que dibujan caminos invisibles, que trazan la presencia de quienes pasaron antes que nosotros. Puede ser una bota infantil que salta entre charcos, el calzado de una mujer apresurada con tacones finos o las pisadas desiguales de alguien que arrastra un pie. Pero todas cuentan una historia que nunca leeremos por completo, como si el suelo húmedo fuese un lienzo y nuestras suelas, los pinceles de una suerte de arte accidental.
Lo fascinante de estas huellas es su brevedad, cómo parecen luchar contra el tiempo antes de evaporarse o de ser deformadas por otras pisadas. Al observarlas, no puedo evitar pensar en que, de alguna manera, somos así en la vida: dejamos huellas sin darnos cuenta, en lugares y en personas, con gestos que parecen insignificantes, pero que a menudo permanecen más allá de lo que imaginamos.
Cuando llueve, hay veces en las que ralentizo el paso sobre las calles mojadas para poder seguir con la mirada las huellas que me preceden. Trato de determinar la dirección que llevaba esa persona que ha dejado unas huellas tan nítidas sobre la acera, o aquella otra cuyo rastro se desdibuja y deja un final incierto. ¿Hacia dónde iban? ¿Estaban apurados, tranquilos, preocupados? ¿Les esperaba un café caliente o una cita médica determinante? ¿Estaban en un punto satisfactorio de sus vidas o en una encrucijada emocional? En algunas ocasiones las huellas se cruzan y forman patrones que sugieren encuentros fugaces, quizá tan triviales como el roce de dos desconocidos al girar una esquina, o tan decisivos como el inicio de una historia que ninguno de los dos implicados olvidará jamás.
Pienso también en las huellas que dejamos los unos en los otros, no solo con palabras, sino con acciones y decisiones que a menudo consideramos triviales, o que ni siquiera llegamos a considerar. Una sonrisa que no sabíamos cuánto necesitaba alguien, una palabra amable, un gesto de paciencia en un momento de tensión. Esas huellas emocionales no son tan visibles como las que quedan en el suelo tras un rato de lluvia, pero tienen una permanencia que a menudo subestimamos. ¿Cuántas veces hemos marcado a alguien sin darnos cuenta? ¿Cuántas veces, sin saberlo, hemos sido la razón por la que alguien eligió un camino diferente?
La paradoja es que, aunque las huellas físicas desaparecen con rapidez, las otras, las invisibles, pueden durar toda una vida. Hay momentos, palabras, incluso silencios, que resisten al tiempo como si estuvieran tallados en piedra. Una disculpa que nunca dimos, una oportunidad perdida para ayudar, o incluso un simple pero sincero «gracias» que olvidamos decir. Todo deja su marca, para bien o para mal, como esas huellas en el suelo mojado que, aunque temporales, transforman la imagen que ofrece la superficie mientras no se desvanecen.
Todo esto me hace preguntarme si podríamos ser más conscientes de que siempre estamos dejando huellas. A veces lo hacemos sin querer, como cuando alguien nos observa en silencio desde lejos, tomando nota de nuestra manera de ser o de actuar. Otras veces lo hacemos intencionadamente, con la esperanza de inspirar, de guiar, aunque nunca sepamos si nuestras huellas serán seguidas o si el aire, el calor o la propia lluvia terminarán por borrarlas.
El suelo mojado me recuerda que no todas las huellas son nuestras. Hay veces que caminamos sobre senderos que otros han marcado antes, beneficiándonos de caminos que no tuvimos que abrir. Tal vez no sepamos quién fue el primero en cruzar ese lugar o en enfrentarse a esa dificultad, pero es agradable pensar que caminamos sobre las huellas de tantas personas que nos precedieron, y eso, muchas veces, nos permite avanzar con más facilidad.
Cuando la lluvia vuelva a caer y el suelo se empape de nuevo, habrá nuevas huellas, nuevos caminos y nuevas historias. Pero, mientras tanto, cada una de nuestras pisadas sigue siendo una oportunidad para marcar una diferencia, por pequeña que sea, en el lienzo mojado de la vida.
Madre mía. Que carga de emociones me has dejado. ☺️. Antes de escribir me he parado un momento. La verdad es que hay muchas personas que han dejado su huella en mi, y prefiero quedarme con aquellas que me inspiran y me hacen querer ser mejor. Y luego, pienso en todas las veces que mi franqueza o mejor dicho mi forma tan directa de decir las cosas ha podido causar dolor. Mi manera de actuar, mi rigidez y exigencia. Pero la vida te enseña, Paulo. Y a mí me ha tocado aprender esas cosas por las malas 🤣🤣🤦🏼♀️. No está mal. Así se espabila el ego y baja revoluciones. Hay que ser más humanos, más humildes, más transigentes.
Por último, me quedo con la señora que limpia en tu bloque porque un día se va a cargar a alguien por pisarle el suelo mojado 🤣🤣🤣🤣🤣🤣
Un abrazo
Gracias.
Me recuerda que tengo una carpeta de fotos creada, la titulé "huellas en mi corazón", pero en realidad, es en el corazón donde las guardo, de ahí no se borran, ahí permanecen 💕